miércoles, 16 de febrero de 2011

La palabra.



No somos nada, y sin embargo, tenemos la palabra. Ella redime, salva, compromete. Ella, también, condena. Hitler tuvo la palabra; Celan tuvo la palabra. Uno y otro usaron la misma lengua, el alemán: aquél para justificar la muerte, éste para impedir que olvidáramos las afrentas. Mein Kmapf y “Todesfuge” manan de idéntica fuente, son hermanas de leche de un único venero antiquísimo. El mismo alemán que en un caso nos repugna y escarnece, la lengua que nos hace sentir culpables por el mero hecho de ser hombres, en el otro caso nos eterniza, diviniza nuestra pena, nos salva del desastre aun poniéndole nombre, nos conduce de la mano por senderos de grandeza: negros horrendos, repletos de cadáveres, pero de grandeza. Extraído de “La luz es más antigua que el amor” de Ricardo Menéndez Salmón. Editorial Seix Barral.

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¿Y como voy a saber lo que pienso si no lo he dicho todavía? E.M. Forster.
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