Gran Vía de Madrid. Foto Sebas Navarrete. |
Nunca te marchas en verano. Siempre te quedas en casa durante el día y paseas por la ciudad de noche: Es la época del año que más te
gusta. Agosto. La parte central del agosto, mejor. Una semana, como mucho diez
días: ese es el momento perfecto. Todo el mundo se marcha y tú te quedas aquí.
Son tus vacaciones sin vacaciones.
Es como si tuvieras un balcón que se asoma a toda la
ciudad y a partir de junio vieses cómo se va llenando cada vez más, con las
noches llenas de cosas que hacer y la gente sin ningunas ganas de regresar a su
casa. En un momento dado, no obstante, te das cuanta de que allá abajo empieza a
verse cada vez menos gente. Si te asomas para intentar escuchar sus palabras,
oirías que se despiden, mañana me marcho, ya nos veremos a la vuelta. Poco a
poco la ciudad se vacía. Y en pleno agosto te despides de tu último amigo y,
por fin, te quedas solo. Así es como las llamas: tus vacaciones sin vacaciones.
Estás en una ciudad llena de gente extranjera medio desnuda que fotografía
todos los rincones y eso es algo que te gusta. Te quedas en casa durante las
horas más calurosas, comes poco y continuamente, lees, ves películas que has
grabado años atrás.
Vives todo el día en la penumbra de las ventanas
entrecerradas y vas buscando los sitios donde corre una levísima corriente. Te
paseas desnudo por casa y te quedas un montón de tiempo en la cama, mirando el
techo. Lo haces sobre todo después de haberte dado una ducha. Te duchas un
montón de veces. Te gusta que el tiempo no pase nunca y te gusta no saber qué
hacer. Incluso te gusta aburrirte hasta el punto, algunos días, de que empiezas
a pensar que quieres marcharte, empiezas a pensar en los amigos que se han ido
por ahí y en cómo podrías reunirte con uno o con otro. Te gusta caminar por el
pasillo, arriba y abajo, pensando qué hago, me voy o no me voy. Sabiendo que
nunca te irás.
Extraído de “Momentos de inadvertida felicidad” de Francesco
Piccolo. Editorial Anagrama.