sábado, 10 de abril de 2010

Murakami.


Recuerdo a dos jóvenes corredores que se llamaban Tomoyuki Taniguchi y Yutaka Kanai. Ambos estarían en la segunda mitad de la veintena. Creo que provenían del Club de Atletismo de la Universidad de Waseda. Creo que tenían opción de ganar una medalla olímpica. Pero, en Hokkaido, durante una concentración de verano, tuvieron un accidente de tráfico en uno de los desplazamientos y los dos fallecieron en él. Tuve ocasión de comprobar con mis propios ojos hasta qué punto ambos habían entrenado duro día a día, así que, cuando me enteré de su muerte, me quedé consternado. Se me encogió el corazón y lo sentí de veras.
También ahora, cuando corro por las mañanas por el circuito de alrededor del Palacio Imperial de Akasaka o por Jingu Gaien, me acuerdo a veces de ellos. Hay momentos en los que hasta tengo la impresión de que, al volver la esquina, voy a encontrármelos corriendo de frente hacia mí, en silencio, exhalando vaho blanco por la boca. Y siempre pienso lo siguiente: los sentimientos de ambos, que soportaron tan duros entrenamientos, sus proyectos, sus sueños, los deseos y esperanzas que albergaban y que ahora se han esfumado… ¿adonde han ido? ¿Acaso nuestros sentimientos desaparecen y se pierden así, sin más, de un modo tan frustrante, cuando muere nuestro cuerpo? Haruki Murakami. De qué hablo cuando hablo de correr. Tusquets.

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¿Y como voy a saber lo que pienso si no lo he dicho todavía? E.M. Forster.
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