Los miembros del Constitucional deberían aceptar que si en cuatro años han sido incapaces de decidir si un texto se ajusta o no a derecho, algo raro les pasa a ellos, aunque culpen al texto. En cuatro años se pueden ganar dos oposiciones a juez, se pueden tener varios hijos, se puede escribir una obra maestra, se puede uno morir 200 veces. En cuatro años un niño se convierte en adolescente, un adolescente en joven, un joven en un hombre. En cuatro años se puede uno casar y descasar, puede aprender inglés, hacerse experto en vinos, arruinarse, enriquecerse, reproducirse, morirse y descomponerse dentro de la tumba. Cuatro años dan para mucho, por favor. Estamos hablando de cuatro navidades, cuatro Semanas Santas, cuatro cursos escolares, cuatro vacaciones de verano. No quiere uno pensar que los jueces del Constitucional no trabajen, pero deberían explicar por qué trabajan tan despacio, por qué van a ese ritmo. A veces da la impresión de que su reino no es de este mundo.
Y no es en lo único en lo que se parecen al Vaticano. Uno puede imaginarse a muchos de sus miembros ejerciendo de Papa y al Papa ejerciendo de juez del Constitucional. Hablan igual, argumentan igual, se relacionan con los pobres mortales igual y seguramente tienen las mismas inclinaciones políticas. Sin saber nada de leyes, piensa uno que el Constitucional debería funcionar como un individuo. A mí me dan a juzgar el Estatut (Dios no lo permita) y me gusta o no me gusta, o me gusta y no me gusta a la vez, lo que implicaría negociar conmigo mismo. Pero si me pagan por eso, no me levanto de la mesa hasta conseguir un pacto. El Constitucional no puede mostrarse como una instancia esquizofrénica, con dos o tres vidas incompatibles en marcha. Si no logra alcanzar acuerdos consigo mismo, que se pegue un tiro en vez de pegárnoslo a nosotros. Desastre. Juan José Millás. El País, 23 de abril 2010.
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¿Y como voy a saber lo que pienso si no lo he dicho todavía? E.M. Forster.
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