¿Si tuviera usted que conducir un rebaño de 40 ó 50 millones de cabezas, o quizá de 500 ó 600 millones, qué herramientas le servirían de mayor utilidad? A mí me parece que, siendo esas cabezas humanas, las dos herramientas más eficaces son el deseo y el miedo.
Si quieres que ese complejísimo y enorme rebaño atraviese un estrecho paso sin complicaciones, retrasos, fugas, apáñatelas para que crean que hay algo muy apetecible al otro lado y, al mismo tiempo y con igual intensidad, crean que algo muy desagradable le sucederá al que se quede rezagado. El rebaño irá, así, mansamente, por donde tú le señales, hasta donde tú quieras.
-¿Hasta el degolladero?
-Hasta el degolladero y más allá.
La publicidad nos ofrece emociones, estilos de vida, modelos humanos de felicidad. Es lo que se llaman mensajes aspiracionales. Ponga a alguien más bello, inteligente y rico que la media al lado de su producto y todo el mundo deseará ser como él, y como no podrá lograrlo intentará la transferencia mágica de tener lo que él tiene. Un rollo de papel higiénico, un 4x4, un puño vibrador.
Así de tonto y así de fácil, funciona. Nuestra inteligencia sapiens sapiens, que vive en el neocortex, -el más moderno de nuestros tres cerebros- ve el truco y sonríe despectivamente. Pero al mismo tiempo el mensaje es procesado en nuestro cerebro principal –el mamífero, que es quien rige las emociones y el que finalmente decide-. En este segundo cerebro se despierta la necesidad de poseer aquel atributo, pero también y más sutilmente, se posa el huevecillo del miedo. Miedo a quedarse fuera de la manada.
-Mamá, todas mis amigas se han taladrado ya los pezones, me estás haciendo una desgraciada.
-Y si tus amigas se tiran por una ventana ¿te tiras tú también?
-Te odio mama.
El miedo es aun más poderoso que el deseo. Y menos comprometedor. Y más flexible. Para manejar tu inmenso rebaño mediante el deseo es necesario disponer de cierto producto deseable, en cantidad y calidad suficientes para satisfacer la demanda. Pero el miedo es genial, puedes usarlo sin dar nada a cambio. Es un recurso inagotable. El miedo no sólo puede provocar la necesidad imperiosa de conseguir determinada mercancía (¡Por el amor de Dios, denme un rifle, atacan los indios!), sino que se puede usar como una herramienta para guiar permanentemente la conducta del rebaño por los más tortuosos y confundidores caminos.
-En mi país cada día palman tres obreros y al año se recogen 5.000 fiambres de las cunetas, pero yo sólo tengo pánico de que me mate un hombre bomba con barba y camisón.
Al final nos damos cuenta de que nuestro miedo, fatalmente, es nuestra identidad, nuestra señal de grupo. Tal vez, llegando a la primera esencia del miedo, puede que los de allá sean los que se unen en torno al miedo a la mujer –que me perdone el imán de Fuengirola- y los de acá seamos los que se unen en torno al miedo a los bárbaros. Y mientras los rebaños se distraen ramoneando esta ladera de la realidad, no ven la sonrisa de los tratantes de ganado. Miguel Pérez de Lema.
Si quieres que ese complejísimo y enorme rebaño atraviese un estrecho paso sin complicaciones, retrasos, fugas, apáñatelas para que crean que hay algo muy apetecible al otro lado y, al mismo tiempo y con igual intensidad, crean que algo muy desagradable le sucederá al que se quede rezagado. El rebaño irá, así, mansamente, por donde tú le señales, hasta donde tú quieras.
-¿Hasta el degolladero?
-Hasta el degolladero y más allá.
La publicidad nos ofrece emociones, estilos de vida, modelos humanos de felicidad. Es lo que se llaman mensajes aspiracionales. Ponga a alguien más bello, inteligente y rico que la media al lado de su producto y todo el mundo deseará ser como él, y como no podrá lograrlo intentará la transferencia mágica de tener lo que él tiene. Un rollo de papel higiénico, un 4x4, un puño vibrador.
Así de tonto y así de fácil, funciona. Nuestra inteligencia sapiens sapiens, que vive en el neocortex, -el más moderno de nuestros tres cerebros- ve el truco y sonríe despectivamente. Pero al mismo tiempo el mensaje es procesado en nuestro cerebro principal –el mamífero, que es quien rige las emociones y el que finalmente decide-. En este segundo cerebro se despierta la necesidad de poseer aquel atributo, pero también y más sutilmente, se posa el huevecillo del miedo. Miedo a quedarse fuera de la manada.
-Mamá, todas mis amigas se han taladrado ya los pezones, me estás haciendo una desgraciada.
-Y si tus amigas se tiran por una ventana ¿te tiras tú también?
-Te odio mama.
El miedo es aun más poderoso que el deseo. Y menos comprometedor. Y más flexible. Para manejar tu inmenso rebaño mediante el deseo es necesario disponer de cierto producto deseable, en cantidad y calidad suficientes para satisfacer la demanda. Pero el miedo es genial, puedes usarlo sin dar nada a cambio. Es un recurso inagotable. El miedo no sólo puede provocar la necesidad imperiosa de conseguir determinada mercancía (¡Por el amor de Dios, denme un rifle, atacan los indios!), sino que se puede usar como una herramienta para guiar permanentemente la conducta del rebaño por los más tortuosos y confundidores caminos.
-En mi país cada día palman tres obreros y al año se recogen 5.000 fiambres de las cunetas, pero yo sólo tengo pánico de que me mate un hombre bomba con barba y camisón.
Al final nos damos cuenta de que nuestro miedo, fatalmente, es nuestra identidad, nuestra señal de grupo. Tal vez, llegando a la primera esencia del miedo, puede que los de allá sean los que se unen en torno al miedo a la mujer –que me perdone el imán de Fuengirola- y los de acá seamos los que se unen en torno al miedo a los bárbaros. Y mientras los rebaños se distraen ramoneando esta ladera de la realidad, no ven la sonrisa de los tratantes de ganado. Miguel Pérez de Lema.