Hubo un verano en el que la muerte se aburrió de su comarca nocturna y decidió instalarse en la refulgente mañana. El sol se filtraba entre los rascacielos y de detuvo a sólo tres baldosas de su desamparada sombra.
La muerte enfocó con sus ojos grises el piso más alto de un imponente edificio. Allí, junto a una frágil baranda, estaba un hombre totalmente desnudo que abría y cerraba los brazos. Desde la concurrida plaza nadie miraba hacia arriba. Todos cuidaban sus pasos o esperaban el verde de los semáforos. La muerte comprendió que el hombre desnudo estaba a punto de arrojarse al vacío, pero ella no estaba en ánimo de recibirlo, así que simplemente parpadeó. Cuando volvió a mirar, el hombre desnudo ya no estaba asomado a la remota baranda, pero al cabo de un rato reapareció pulcramente vestido y con una sonrisa que desde abajo nadie era capaz de distinguir. Salvo la muerte.
Una pareja de jóvenes, quizá demasiado absortos en su amor, se aventuró en un cruce de peatones a pesar del semáforo en rojo. Un camión enorme se les vino encima; mejor dicho, se les venía, porque la muerte otra vez parpadeó y el camionero frenó bruscamente, no sin antes cubrir de prolijos insultos a los imprudentes. Éstos ni se dieron cuenta del peligro corrido y siguieron abrazados su camino.
La muerte decidió moverse. La grandiosa avenida, con sus rascacielos en fila y sus nudos de automóviles, le pareció el pretencioso borrador de un futuro camposanto. Para ella era indudable: toda aquella disparatada hipérbole acabaría algún día, centímetro a centímetro, Kilómetro a Kilómetro, cruz a cruz, en un oscuro destino sin regreso, en su hora suprema.
De pronto se dio cuenta de que el luminoso día la aburría aún más que la noche. De modo que regresó urgentemente a su lóbrego hábitat, donde sólo la luna podía desafiarla. Y empezó como siempre la rutinaria caravana.
Desde abajo, desde las tres o cuatro guerras que asolaban el mundo, se elevaban hálitos, manes, soplos vitales consumidos, huellas de espíritus. La muerte la acogía con su habitual pericia y los diseminaba en su franja de éter, unas veces como efluvios y otras veces como miasmas. Un trabajo verdaderamente agotador.
Menos mal que no hay Dios, masculló la muerte con su voz cavernosa. Su hubiera Dios y viniera a disputarme el azar, no tendría más remedio que morirme. Cuento titulado Conclusiones, extraído de “El porvenir de mi pasado” de Mario Benedetti. Editorial Alfaguara, edición del 2003
preciosa la foto y bello texto.
ResponderEliminarEste Benedetti siempre sorprendente. Siempre me sorprende la personalidad que le atribuimos a la muerte, me gusta la descripción que hace Benedetti supongo propia de un señor entrado en años, vivencias, duros tragos... hermosa, como la bella imagen que nos regalas al principio de esta entrada.
ResponderEliminarGracias por recoger el testigo y no te preocupes pues en este mundo blogguero no hay prisas.
También te deseo buen fin de semana,
Curioso relato. Tambien yo dudo si hay Dios, porque lo que esta pasando en la tierra, no es normal, ya se que hombres y mujeres somos responsables, pero los inocentes no tienen culpa.Guerras, cambio climatico...., no me sorprende que la muerte tenga tanto trabajo.
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