En el Parque Nacional de Ordesa. Foto Sebas Navarrete |
Lo que aleja decisivamente al político del escritor es su
antagónica relación con los detalles. La política, por definición, es el reino
de la negación del detalle. George Walter Bush dice a micrófono abierto: “Hay
que pasar de esa mierda”, y “esa mierda” es el Líbano, es Hezbolá, es Siria, es
Israel, es Palestina, es una historia de milenios fundada sobre la intolerancia
religiosa y sustentada por intereses económicos que afectan a millones de
personas.
Por su parte, la literatura, por definición, es la
fraternidad del detalle, una práctica ya milenaria que se alimenta del detalle,
un ejercicio absorbente que en el detalle encuentra su recompensa y su razón
íntima de existir. Porque el escritor, en este caso, tiene que descender al
detalle y explicar qué demonios es “esa mierda”, por qué huelen tan mal, quien
la fomenta, tolera y consiente, quién hace de ella su modo de vida. El escritor
es la persona que analiza “esa mierda” abstracta que el político derrama sobre
los mapas. Y en esa meticulosa y no siempre placentera lección de escatología,
en ese arduo proceso para desentrañar los detalles que hacen que “esa mierda”
sea lo que es, y no otra cosa, es donde el escritor encuentra su mayor premio:
la dignidad.
Pervertir la realidad a través del lenguaje, lograr que
el lenguaje diga lo que la realidad niega, es una de las mayores conquistas del
poder. La política se convierte, así en el arte de disfrazar la mentira.
Extraído de “El corrector” de Ricardo Menéndez Salmón.
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¿Y como voy a saber lo que pienso si no lo he dicho todavía? E.M. Forster.
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