La indiferencia es la paz con nombre distinto, es el distenderse de lo agarrotado, de lo contraído.
Un definitivo encogimiento de hombros. Dejar caer el arma conservando el broquel.
Estirarse cuan largo se es, después del encogimiento que acalambra. La hartura de las cosas y la carencia de necesidades.
Convertirse en monolito, después de haber sido arpa eólica.
Sentirse sólido y profundo cimiento que ya no puede escuchar dentro de la lóbrega cubierta de cemento, soterrado para siempre, ningún tañer de campanas.
Egoísmo puro en un desamiento universal.
Una desesperanza amasada con la saciedad de esperanzas.
Quietud de momia.
Un meditar que es la negación de todo pensamiento.
El silencio, como si la palabra no hubiera existido.
El desamor, cual si el verbo querer nunca hubiera tenido objeto.
Miradas vagas que resbalan en los desniveles y no se fijan en los remansos.
Una laguna que nada refleja y cuyo contacto con la tierra firme es una zona de fango, fluido y oscuro fango, que contornea el agua, limitándola, suavizando así el contacto con la sólida ribera.
No acordarse del pasado, ni vivir el presente, no inquietarse por el futuro.
Eso es la INDIFERENCIA, la gloriosa y total indiferencia, la definitiva indiferencia que al fin poseo, que es mía.
Y después de estas apasionadas elucubraciones, la anciana, porque se encontraba loca de soledades, miserable, enferma, desamada, tomó la cuerda de tender la ropa e hizo en uno de sus extremos un nudo corredizo.
Trabajosamente lanzó el cabo por encima del montante de la puerta, sujetándolo después con solidez a la manilla.
Se encaramó, trabajosamente también, al banco, pasó el nudo corredizo alrededor de su cuello, ajustándolo con cuidado y después se lanzó al vacío, ahorcándose… Carmela Saint-Martin. Cuentos sobre nuestros abuelos. Editorial Páginas de Espuma.
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¿Y como voy a saber lo que pienso si no lo he dicho todavía? E.M. Forster.
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