martes, 1 de septiembre de 2009

El cuarto mandamiento.


La habían matriculado en uno de los colegios más caros de la ciudad. Sus padres no tenían demasiados recursos económicos, pero estaban dispuestos a cualquier sacrificio con tal de que la niña dispusiera de lo que ellos no habían tenido. Siempre había sido así, y tanto su padre como su madre no rechazaban ningún trabajo, por molesto y humilde que fuera, para que a su hija Lucía no le faltase de nada.

Un día de Santo Tomás de Aquino la invitaron a una fiesta en casa de unos compañeros de clase. Hacía poco que había cumplido quince años y estrenaba un vestido que su madre le había estado cosiendo durante todo la noche. Después de la merienda, el padre del anfitrión le dio dinero a su hijo para que fuese al cine con sus amigos y sus amigas. Consultaron la cartelera y casi todos se decidieron por una película que acababan de estrenar; sin embargo, ella les sorprendió diciendo que aquel cine no le gustaba. Pero la mayoría era tan abrumadora que convencieron a Lucía.

Todos caminaban alegres, todos, menos Lucía que, a medida que se acercaban al cine, se amohinaba, dejaba de participar en las bromas de los demás y sonreía como si permaneciera en otro lugar.

Eran once en total, y el chico que los invitaba enarboló las entradas y todo el grupo le siguió. Penetraron en tropel, mientras el portero contaba al grupo para cotejarlo con el número de entradas: entonces vio a Lucía, que se escabullía, que pretendía pasar inadvertida, imposible que no la distinguiera el portero habiendo sido testigo de cómo su mujer le cosía el vestido a su hija, su amada hija, a la que iba a llamar, pero se contuvo, porque vio su mirada gacha hacia el suelo, su temor de ser reconocida, su pánico a que sus ricos amigos comprobaran que su padre era el portero de un cine.

No le dijo nada a Lucía. Y sintió la punzada más amarga que puede sentir un padre cuando comprueba que sus hijos se avergüenzan de él. Luís del Val. -Cuentos del mediodía-