martes, 15 de septiembre de 2009

Pesadilla.

Lo que voy a contar es tan kafkiano y agobiante que no cabe en este artículo. Ni siquiera cabe en una vida o mejor dicho en dos, en la vida de una amiga llamada Pilar y en la de su madre, Maruja, una anciana de 86 años que hoy padece un grave deterioro cognitivo. En enero de 2005, todavía lúcida, Maruja solicitó a la Dirección General del Mayor una plaza en una residencia. Y pasó el tiempo. La salud de la mujer se fue desplomando y, en mayo, Pilar volvió a presentar todos los documentos y logró los 100 puntos necesarios para tener derecho a plaza (gestionar una vejez digna es tan difícil como clasificarse para los Juegos Olímpicos). Lo peor es que Maruja vive sola: carecen de familia y Pilar, que está enferma, no puede atenderla. Este verano la situación alcanzó un punto crítico: la madre ya no se lava, no come, apenas logra hablar. Desesperada, Pilar reclamó la plaza en la Dirección del Mayor, y entonces, sólo entonces (antes de protestar nadie le dijo nada), le contaron que ahora esto lo lleva Dependencias, que hay que empezar el papeleo de nuevo y que convalidar el expediente tarda unos ocho meses.

¿Les parece demencial? Pues hay más. Para la asistencia domiciliaria también hay que reunir nuevos papeles, aunque ya se hayan presentado para la teleasistencia y la residencia. Nadie cruza datos: la doctora de cabecera, los servicios sociales municipales, la Dirección del Mayor, la Dirección General de Coordinación de Dependencia... Nombres rimbombantes para servicios inútiles. Sucedió en Madrid, en donde quizá haya un par de miles de ancianos en el mismo caso, perdidos en el limbo del traspaso. La Comunidad ha conseguido convertir la Ley de Dependencia en un obstáculo y quizá también logre que esos viejos sobrantes tan latosos mueran pronto, a la chita callando y en sus casas. El País 15/09/09. Rosa Montero.