martes, 22 de septiembre de 2009

Menos Humos.

Hace años, en pleno esplendor de la kale borroka, mi amigo Raúl Guerra Garrido solía decir que en San Sebastián te ponían más multa por aparcar mal un coche que por quemarlo. Supongo que dentro de poco tendremos que aceptar como normal que esté más penalizado dar fuego a un cigarrillo que al retrato del rey o a un ejemplar de la Constitución. Nuestro país es sumamente tolerante para unas cosas y de ejemplar intransigencia en otras. Lo malo es que la proporción entre lo uno y lo otro a veces resulta paradójica. Si se confiere el rango de autoridad a los maestros amenazados por jóvenes asilvestrados no falta quien se escandalice y proclame que eso no resuelve nada porque el respeto hay que ganárselo; pero si se legisla severamente contra la brutalidad conyugal a nadie se le ocurre objetar que la armonía en la convivencia no es asunto judicial. Son las diferencias entre el amor y la pedagogía, como diría don Miguel de Unamuno.
En el caso de la cruzada contra el tabaco, lo único que cabe esperar es que no acabe como la que se mantiene contra las demás drogas prohibidas (también capricho inquisitorial yanqui): es decir, convirtiendo el ocasional abuso privado en una amenaza gansteril al orden público que ponga en jaque a países enteros, como hoy ocurre en México y otros lugares. Se maneja la noción de salud pública como si fuese algo evidente, acerca de la cual nada tienen que opinar cada uno de los sujetos que a fin de cuentas son los que se saben sanos o se ponen enfermos. En efecto, parece demostrado que abusar del tabaco -como de ciertos alimentos o bebidas, deportes de riesgo, desbordamientos eróticos, pasiones ideológicas, etcétera- comporta daños personales. Pero en cambio se ignoran o silencian los beneficios que su uso puede propiciar a quienes saben manejarlo. El sabio Lichtenberg confesó que le gustaría saber cuántos versos espléndidos de Shakespeare se los debemos a un vaso de vino tomado en buen momento, aunque su hígado se resintiese: lo mismo podemos aplicarlo a un cigarro que propicia un proyecto imaginativo, una charla amistosa, la prolongación del encuentro amoroso o una tarde pensativa.
Entiendo que no se debe fumar allí dónde el humo del tabaco moleste a otros, pero ¿por qué los fumadores no pueden disfrutar de un espacio público -sea en un restaurante o en su lugar de trabajo- dónde puedan fumar sin que les molesten quejas ni persecuciones? ¿O es que hay quien se siente alterado porque los demás fumen, sea donde sea? Y dicen de los integristas... Como si fuera más excusable coaccionar al prójimo por la salud de su cuerpo que por la de su alma. Una queja simpáticamente desaforada ante este estado de cosas la hallamos en Fumar puede no matar (editorial SayMon), el divertido exabrupto de Vicente Amiel casi tierno en su impotente ferocidad: hará reír amargamente (rire jaune, dicen los franceses) a los fumadores y hasta a los antitabaquistas con sentido del humor, si hay alguno. Por mi parte, suscribo a Winston Churchill: "Debo hacer constar que mi regla de vida prescribe como un rito absolutamente sagrado fumar cigarros y beber alcohol antes, después y si es necesario durante las comidas y en los intervalos entre ellas". Dénselo por dicho. Fernando Savater. El País 22/09/2009.