martes, 3 de noviembre de 2009

El deseo.


El amante no sabe lo que quiere; mejor dicho, quiere todo a la vez: cumplir sus ilusiones y satisfacer sus deseos. Sin embargo, nada hay que mate tanto la ilusión como realizarla, nada hay que mate tanto el deseo como su total consecución.

La felicidad es un concepto subjetivo: en el proyecto, en la promesa y en la expectativa hace su nido preferente; su primer aleteo brota más en al apetencia que en el logro. De ahí que no sea más rico el que tiene, sino el que anhela, multiplicado y engrandecido por su anhelo.

Nunca llegaremos a dar de mano en esta jornada ardua del desear. Nunca llegaremos a la puerta definitiva. Nos damos plazos, troceamos el camino, salpicamos de etapas nuestra vida. Adivinamos que nuestras aspiraciones más hondas no se han cumplido aún, pero estamos en ello, y cada día le corresponde su propio afán que lo identifica y lo ilusiona. Y sabemos que, aunque la vida fuese mucho más larga, no lo sería tanto como para cumplir todos nuestros deseos. O acaso nuestro deseo único, el deseo infinito, que se extiende como una planta tapizante, y todo lo desplaza, y lo invade todo, y se genera a sí mismo y se sucede, y nada nos garantiza que ni dos ni tres vidas nos acercarían a él más de lo que hoy estamos. Porque lo incitador y lo reconfortante es que sea el recorrido mejor que la posada, y que el verdadero triunfo no esté en el arribo, sino en la múltiple y sorprendente opulencia del viaje.