“Por el lenguaje se define mi presencia en el mundo: me siento, y me he sentido desde siempre, un escritor. Mi ocupación constante ha consistido en dar forma verbal por escrito a las ocurrencias de mi fantasía.
Si bien no he querido nunca hacer de ello una profesión en el sentido de económico modus vivendi, este último -es decir, mi profesión- ha estado también ligado en mí a la expresión, tanto oral como literaria, en cuanto que he sido periodista, y sobre todo en mi calidad de catedrático; un catedrático que no sólo dictaba enseñanzas en varia materia, sino que a la vez publicaba ensayos y libros de tema, tono y alcance intelectual.
Esto es lo que me ha definido y me ha calificado socialmente; pero no es menos cierto que si yo he estado siempre ligado al idioma de un modo muy particular y específico, tal condición es común a todos los seres humanos en general, tanto que por ella se distingue a nuestra especie biológica del resto de los vivientes. Solemos creer, quizá por engreimiento, que el hombre supera en cuanto a sus facultades mentales al resto de las criaturas que pueblan el universo. No estoy tan seguro, pues quizás una observación atenta descubre pronto en otras especies sutilezas y habilidades tales que bien podría envidiar la nuestra.
Pero en cualquier caso, y aunque algunas bestias sean capaces de imitar, e imiten con bastante fidelidad, los sonidos que constituyen un idioma humano para reproducir nuestros vocablos, ninguna ha sido capaz de mostrar, ni de lejos, la riqueza y versatilidad de nuestro lenguaje articulado.
Nuestras palabras sirven no sólo para ayudarnos a indagar en los misterios del universo, sino también, lamentablemente, para intentar engañarnos los unos a los otros, de donde proceden las distintas formas de superchería; o lo que quizás sea peor, hasta la mera vacuidad a que parece aludir la famosa queja de Hamlet: Words, words, words (palabras, palabras, palabras).
No hace falta ser ni poeta ni gramático ni filólogo ni de cualquier otro modo estar ligado por vocación innata a la lengua para que ésta resulte ser algo inherente a la humana condición. Pues las palabras que todos empleamos aspiran a tener sentido o, mejor dicho, no pueden dejar de tenerlo: significan siempre un algo; y así, el conjunto de las significaciones que integran la riqueza de una lengua presta espacio a una esfera distinta y superior a aquella de las cosas materiales en cuyo ámbito, de todos modos, como vivientes, como miembros de una especie zoológica, nos encontramos.” Francisco Ayala.
Si bien no he querido nunca hacer de ello una profesión en el sentido de económico modus vivendi, este último -es decir, mi profesión- ha estado también ligado en mí a la expresión, tanto oral como literaria, en cuanto que he sido periodista, y sobre todo en mi calidad de catedrático; un catedrático que no sólo dictaba enseñanzas en varia materia, sino que a la vez publicaba ensayos y libros de tema, tono y alcance intelectual.
Esto es lo que me ha definido y me ha calificado socialmente; pero no es menos cierto que si yo he estado siempre ligado al idioma de un modo muy particular y específico, tal condición es común a todos los seres humanos en general, tanto que por ella se distingue a nuestra especie biológica del resto de los vivientes. Solemos creer, quizá por engreimiento, que el hombre supera en cuanto a sus facultades mentales al resto de las criaturas que pueblan el universo. No estoy tan seguro, pues quizás una observación atenta descubre pronto en otras especies sutilezas y habilidades tales que bien podría envidiar la nuestra.
Pero en cualquier caso, y aunque algunas bestias sean capaces de imitar, e imiten con bastante fidelidad, los sonidos que constituyen un idioma humano para reproducir nuestros vocablos, ninguna ha sido capaz de mostrar, ni de lejos, la riqueza y versatilidad de nuestro lenguaje articulado.
Nuestras palabras sirven no sólo para ayudarnos a indagar en los misterios del universo, sino también, lamentablemente, para intentar engañarnos los unos a los otros, de donde proceden las distintas formas de superchería; o lo que quizás sea peor, hasta la mera vacuidad a que parece aludir la famosa queja de Hamlet: Words, words, words (palabras, palabras, palabras).
No hace falta ser ni poeta ni gramático ni filólogo ni de cualquier otro modo estar ligado por vocación innata a la lengua para que ésta resulte ser algo inherente a la humana condición. Pues las palabras que todos empleamos aspiran a tener sentido o, mejor dicho, no pueden dejar de tenerlo: significan siempre un algo; y así, el conjunto de las significaciones que integran la riqueza de una lengua presta espacio a una esfera distinta y superior a aquella de las cosas materiales en cuyo ámbito, de todos modos, como vivientes, como miembros de una especie zoológica, nos encontramos.” Francisco Ayala.