lunes, 29 de diciembre de 2008

El turista.


Con frecuencia, al caminar por las ciudades, he observado que el turista se parece a un adicto a la caza menor. Avanza entre los prodigios como un merodeador fatigado, vigilando algo, alza la cámara como si apuntara un fusil y tras el disparo vuelve a colgársela del hombro con el desinterés y el alivio de quien ha cobrado una pieza no demasiado relevante. Uno prefiere ir por ahí desarmado de cámaras y de guías, dejando al azar y al instinto el sentido de sus itinerarios y confiando a la memoria la perduración de las cosas que ve. A uno lo que le gusta, cuando ha llegado a una ciudad y se ha inscrito en el hotel, es salir a la calle para mirarlo todo con codicia indolente, rondar los lugares que ya sabe que lo esperan, perderse a la zaga de la más leve incitación, de una torre o de una palmera vislumbrada a lo lejos o de un olor a jazmines tan poderoso como la cercanía de una mujer deseada. Córdoba de los omeyas. Antonio Muñoz Molina.

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¿Y como voy a saber lo que pienso si no lo he dicho todavía? E.M. Forster.
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