Manuel Terrin, un electricista de Córdoba cuyo nombre recorre estos días las páginas suburbiales de la prensa, ha ganado más de mil premios literarios sin haber dejado de ser por ello un perfecto desconocido. Y ahí es donde está la noticia, pues aunque se supone que el objetivo de los concursos es lanzar al estrellato a sus víctimas (aparte de hacerles millonarios, la felicidad nunca es completa), Terrín se hunde un poco más en el anonimato cada vez que le premian un cuento o un poema. Ha conquistado, en fin, línea a línea, una fama inversa según la cual tiene hoy más lectores que ayer, pero menos que mañana. Ignoramos si es un buen escritor, pero como personaje de cuento fantástico no tiene precio.
En La lotería de Babilonia, Borges describe un sistema de apuestas dedicado a repartir la mala suerte, de modo que los agraciados se quedan sin trabajo o pierden una mano, dependiendo de lo afortunados que sean. El éxito de esta lotería negativa es tal que el Gobierno, consciente de que su obligación es facilitar al acceso a la desdicha a todos los contribuyentes, con independencia de sus recursos económicos, se ve obligado a universalizarla como una especie de Seguridad Social, con cargo a los Presupuestos Generales.Parecería que algunos premios literarios cumplen en la actualidad esta función adversa. Un señor gana un concurso de narrativa convocada por la Diputación de Toledo, pongamos por caso, y no se entera ni su padre, no digamos el New York Times. Paradójicamente, es menos famoso que antes de ganarlo, con el agravante de haberse embolsado quinientas mil pesetas, o cinco millones, según la crueldad del Ayuntamiento que lo convoque. Muchos pensarán que eso sucede porque hay más premios que escritores o porque la noticia no es que alguien publique un libro, sino que muerda al lector. Pero no es por eso, sino porque vivimos ya en la Babilonia de Borges sin saberlo. Manuel Terrín ha necesitado ganar mil premios para ser un autor insignificante. De hecho, la fama de la que goza estos días no se lo debe a su condición de escritor, sino a la de desconocido. Ese premio al que acaba usted de presentarse podría ser su tumba. La fama. Juan José Millás.
En La lotería de Babilonia, Borges describe un sistema de apuestas dedicado a repartir la mala suerte, de modo que los agraciados se quedan sin trabajo o pierden una mano, dependiendo de lo afortunados que sean. El éxito de esta lotería negativa es tal que el Gobierno, consciente de que su obligación es facilitar al acceso a la desdicha a todos los contribuyentes, con independencia de sus recursos económicos, se ve obligado a universalizarla como una especie de Seguridad Social, con cargo a los Presupuestos Generales.Parecería que algunos premios literarios cumplen en la actualidad esta función adversa. Un señor gana un concurso de narrativa convocada por la Diputación de Toledo, pongamos por caso, y no se entera ni su padre, no digamos el New York Times. Paradójicamente, es menos famoso que antes de ganarlo, con el agravante de haberse embolsado quinientas mil pesetas, o cinco millones, según la crueldad del Ayuntamiento que lo convoque. Muchos pensarán que eso sucede porque hay más premios que escritores o porque la noticia no es que alguien publique un libro, sino que muerda al lector. Pero no es por eso, sino porque vivimos ya en la Babilonia de Borges sin saberlo. Manuel Terrín ha necesitado ganar mil premios para ser un autor insignificante. De hecho, la fama de la que goza estos días no se lo debe a su condición de escritor, sino a la de desconocido. Ese premio al que acaba usted de presentarse podría ser su tumba. La fama. Juan José Millás.