En el Sáhara cada hombre tenía el tiempo, la paz, y la atmósfera necesarios para encontrarse a sí mismo, mirar hacia la lejanía o hacia su interior, estudiar la Naturaleza que le rodeaba, y meditar sobre cuanto no conocía más que a través de los libros sagrados. Pero allá, en las ciudades, en los pueblos, e incluso en los minúsculos villorrios beréberes, no había paz, ni tiempo, ni espacio, y todo era un aturdirse con ruidos y problemas ajenos; con voces y riñas de extraños, y se tenía la impresión de que resultaba mucho más importante lo que le ocurriera a los demás, que lo que le pudiera ocurrir a uno mismo. Alberto Vázquez-Figueroa. Tuareg.