Abril 2016. Foto Sebastián Navarrete |
Muy
querido, estimado y bien amado Padre,
Como
mi sentencia aún se hace esperar, le quiero dirigir un nuevo adiós, que
probablemente sea el definitivo. Los días de mi prisión fluyen pasiblemente.
Todos los que me rodean, me honran, muchos de ellos me quieren. Desde el gran
mandarín hasta el último soldado, todos lamentan que la ley del reino me
condene a muerte. A diferencia de muchos de mis hermanos, yo no he tenido que
soportar ninguna tortura. Un ligero golpe de sable separará mi cabeza, como una
flor primaveral que el Maestro del jardín recoge por puro placer. Todos nosotros
somos flores sembradas en esta tierra que Dios recolecta en su tiempo, un poco
demasiado pronto, un poco demasiado tarde. Uno es la rosa enrojecida, otro el
lirio virginal, otro la humilde violeta. Tratando de complacer, según el
perfume o la brillantez que nos ha sido otorgada, al soberano Señor y Maestro.
Yo
os deseo, querido Padre, una larga, apacible y virtuosa vejez. Llevad dulcemente
la cruz de esta vida, siguiendo el ejemplo de Jesús, hasta el calvario de un
honroso óbito. Padre e hijo se volverán a ver en el paraíso. Yo, pequeño efímero,
me voy el primero. Adiós.
Su
devoto y respetuoso hijo.
J. Théophane
Vénard. 20 de enero de 1861
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¿Y como voy a saber lo que pienso si no lo he dicho todavía? E.M. Forster.
Te doy las gracias por opinar y participar. Saludos.