Foto Sebas Navarrete |
“Me fui cuando tuve la íntima convicción de que todo estaba perdido y ya no había nada que salvar, cuando el terror no me dejaba vivir y la sangre me ahogaba. ¡Cuidado! En mi deserción pesaba tanto la sangre derramada por las cuadrillas de asesinos que ejercían el terror rojo en Madrid como la que vertían los aviones de Franco, asesinando mujeres y niños inocentes. Y tanto o más miedo tenía a la barbarie de los moros, los bandidos del Tercio y los asesinos de la Falange, que a la de los analfabetos anarquistas o comunistas. Los «espíritus fuertes» dirán seguramente que esta repugnancia por la humana carnicería es un sentimentalismo anacrónico. Es posible. Pero, sin grandes aspavientos, sin dar a la vida humana más valor del que puede y debe tener en nuestro tiempo, ni a la acción de matar más trascendencia de la que la moral al uso pueda darle, yo he querido permitirme el lujo de no tener ninguna solidaridad con los asesinos. Para un español quizá sea éste un lujo excesivo.
Se paga caro,
desde luego. El precio, hoy por hoy, es la Patria. Pero, la verdad, entre ser
una especie de abisinio desteñido, que es a lo que le condena a uno el general Franco,
o un kirguís de Occidente, como quisieran los agentes del bolchevismo, es
preferible meterse las manos en los bolsillos y echar a andar por el mundo, por
la parte habitable de mundo que nos queda, aun a sabiendas de que en esta época
de estrechos y egoístas nacionalismos el exiliado, el sin patria, es en todas
partes un huésped indeseable que tiene que hacerse perdonar a fuerza de
humildad y ser vidumbre su existencia. De cualquier modo, soporto mejor la
servidumbre en tierra ajena que en mi propia casa.” Extraído de parte del prólogo
de la novela de “A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España” de
Manuel Chaves Nogales.
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¿Y como voy a saber lo que pienso si no lo he dicho todavía? E.M. Forster.
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