La movilidad es
frenética, la competencia feroz, pero el fingimiento resplandece por doquier:
el mundo nunca ha sido tan amable, raras veces ha venido envuelto en tan dulces
palabras. El colérico pertenece al pasado; el futuro es de los seductores.
Nadie se rebela.
No se amotina el empleado, tampoco el profesional liberal ni el autónomo
económicamente dependiente. Sólo las clases más desfavorecidas se arrastran de
vez en cuando por las calles de la capital, en grupos dispersos y desolados,
armados con pancartas deshilachadas, silbatos y aliento a alcohol. ¿Rebelarse?
Eso pertenece al pasado. ¿Rebelarse contra quién? ¿Contra el jefe que atiza con
el látigo a los empleados? ¿Deberíamos entrelazar los brazos y derribarlo?
Impensable: ya no existe el jefe contra quien dirigir la ira; ahora es la
persona más amble del mundo. Además, no existe ningún Nosotros. Existe el Yo,
el Yo acorazado que lucha hábilmente por su carrera. El enemigo ya no se sienta
arriba; arriba sólo está el cielo. El enemigo se sienta al lado, en la misma
planta llena de mesas de oficina. Es lo que se llama jerarquía plana.
¿Cómo hay que
comportarse para imponerse? Siempre con una sonrisa. El hombre versátil de
nuestro tiempo no hace jamás lo que finge hacer. Se comporta como el camaleón:
adopta el color de la piedra sobre la que reposa. Extraído de “El arte de no
decir la verdad” de Adam Soboczynski. Editorial Anagrama.
Triste pero lleno de razón. Me has dejado pensando...
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