lunes, 19 de octubre de 2015

La democracia

En algún lugar de la provincia de Cáceres. 2015 Foto Sebastián Navarrete

Habiendo deseado la democracia cuando no existía y vivido luego muchos años en ella, he aprendido su valor, pero también su fragilidad, y sus límites, que son en parte los de la misma condición humana. La democracia pierde una gran parte de su brillo, como casi todo, cuando se vuelve un hábito, de modo que en su mismo éxito está contenido su peligro, porque la estabilidad, tan deseada cuando se carece de ella, conduce pronto al tedio. El  romanticismo de la democracia relumbra sobre todo cuando se carece de ella, cuando se anhela su llegada o se sufre su pérdida. En la democracia –al menos mientras no tiene calificativos ni aditivos-, la soberanía popular se ejerce a través de un sistema de contrapesos y controles, de separación de poderes y vigilancias administrativas e informativas que rara vez dejan sitio a los grandes ímpetus salvadores, a las confortadoras simplicidades de la épica. En las democracias, decía Raymond Aron, rara vez se elige entre el Bien y el Mal, y casi siempre entre lo preferible y lo detestable. A diferencia de cualquier otro régimen, la democracia solo ofrece promesas limitadas: no el paraíso terrenal, ni la gloria del Pueblo por fin liberado de sus enemigos, sino cambios graduales que pueden mejorar las vidas del mayor número de personas posibles, pero que son difíciles de mantener y muy fáciles de descuidar.
Decía Karl Marx, cosa que sorprenderá a los expertos en teoría educativa, que la ignorancia nunca ha liberado a nadie. Si he aprendido algo a lo largo de todos estos años es que la mezcla de la injusticia y de la ignorancia favorece la infelicidad de las personas y la ruina de la democracia. Antonio Muñoz Molina.El País 10/10/2015.

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